4 abr 2009

Maestro. ¿Cómo se hace?*

“Lo que no muerde, pincha.

Lo que no abate, aturde”

Juan Filloy

El bullicio llenaba el lugar. Un grupo ruidoso de jóvenes captaba la atención de los presentes discutiendo acaloradamente sobre los temas de la vida, aquellos que inquietan y perturban cuando se promedia la adolescencia y la vida es solo una vislumbre. Las bromas y las ironías se disparaban con certera puntería y a cada comentario ocurrente se le respondía con otro de mayor ingenio. La escena se repetía sábado tras sábado en el antigüo bar que congregaba a la estudiantina del lugar que, en medio de polémicas bizantinas, derrochaba esas tardes perezosas hasta el instante en que alguna broma y la réplica de sonoras carcajadas daban por concluida la cuestión. Fue por eso, por lo vehemente de la conversación, que nadie advirtió que el viejo se acercaba y sólo cesaron las voces cuando su figura se recortó en el hueco de la puerta. Su cuerpo enorme ocultó la luz del sol de la media tarde y el cono de sombras de ese contraluz, al proyectarse sobre la mesa del centro, hizo que los muchachos giraran las cabezas y entonces el silencio fue el protagonista del lugar. El respeto y la veneración reemplazaron a la algarabía y la despreocupación. El viejo, conciente del efecto causado, con paso tranquilo se dirigió al mostrador y, acodándose en él, con económico gesto pidió un café.

- ¿Cuánto hacen que están?, preguntó

- Dos horas, respondió el dueño, dos horas sin consumir nada

- ¿Llegaron a alguna conclusión?

- No, que va, nunca lo hacen

- Déjelos, es parte del juego, todo esto les será útil algún día

- ¿Le parece?

- Estoy seguro

- Mire que son una sarta de vagos.

- Es la edad para serlo. Está en plena búsqueda. Ya encontrarán su camino. ¿Qué pasa con el café?

- Ya se lo sirvo

El viejo - cuerpo cansado, ojos sabios - giró hacia la mesa de los muchachos y los observó un momento. Los chicos movieron su cabeza a modo de saludo y luego cruzaron las miradas entonces, el que parecía más osado, con un carraspeo de incomodidad en la voz le preguntó:

- Maestro. ¿Cómo se hace?

- Les llevará toda la vida, dijo a modo de sentencia. Nada ocurre de repente, aclaró. El camino es largo. La búsqueda es eterna. Se empieza leyendo, siempre, constantemente, respondió, con un dejo de ternura como recordando los días en que se gastaba las horas discutiendo y buscando el conocimiento.

- ¿Pero debe haber una manera, un método, una receta? – replicó el mismo muchacho.

El viejo, entonces - cabello blanco, manos temblorosas - buscó un cigarrillo entre sus ropas, lo encendió, exhaló el humo acre del tabaco rubio y arrimándose al círculo de chicuelos, quienes rápidamente le hicieron lugar, le acercaron una silla y su café, comenzó a hablar - voz grave, palabras simples -:

- En una madrugada cualquiera, cuando el cielo esté despejado y los pájaros canten. En uno de esos crepúsculos en que el sueño no viene, la memoria es implacable y los ojos no son suficientes para admirar la inmensidad del todo. En uno de esos amaneceres, repito, se debe contemplar la salida del sol. En ese momento comienza todo. Cuando el sol asoma y la escala del rojo lentamente decrece hasta llegar al intenso brillo cegador que crea la vida. Ese día, en que se experimenta la necesidad de ver el origen de todas las cosas, uno da el primer paso en el largo camino que están buscando. En la soledad del campo, en el medio de la nada, porque lo que ustedes pretenden se hace en soledad y en silencio. Se viaja hacia adentro. ¿Comprenden?

Los miró, a uno por uno. Nadie hizo un gesto ni se movió. El silencio era total. Los parroquianos de las mesas cercanas también estaban atentos y luego prosiguió.

- Hay que andar solo y con poco equipaje. Gastando las suelas en todos los rumbos. Comiendo en todas las mesas. No lleven más equipaje del que puedan cargar. Del resto se encarga la vida. Eviten el sobrepeso. Anden ligeros. No se aferren a las cosas pues éstas serán sus dueñas. Recalen en cualquier lugar. Todos son distintos y a la vez parecidos. Todos tienen su encanto y en todos hay gente interesante, pues en definitiva lo que importa son las personas y sus circunstancias. Con los años comprenderán que los opuestos se juntan. Conozcan el mar y la montaña, la llanura y el desierto. Siéntense a la mesa del poderoso y del humilde. Coman de la basura junto al menesteroso y escuchen a los obreros a la salida de las fábricas. Enloquezcan de ira al oír el canto de sirena de los políticos y otros mentirosos. Lloren de impotencia por los niños de la calle. Deténganse en un semáforo a observar a los malabaristas y a los que limpian los vidrios de los coches. Palpen la pena del que sufre y algunas de sus preguntas encontrarán respuestas. Hablen con los vagabundos, escuchen a las prostitutas. Duerman en las plazas y canten con los borrachos. Caminen, nunca dejen de caminar. Oigan música en los parques y jueguen con los niños. Presten atención cuando un anciano les hable. Vayan hacia el horizonte, lleguen más allá. Deben ir más allá.

- ¿Pero cuándo se empieza?, preguntó otro, mientras el resto escuchaba azorado.

- Ustedes ya lo hicieron pero empezar es lo de menos. Eso está adentro. El momento llega. Sólo hay que esperarlo. Los tiempos de cada uno son distintos, les repito, la hora está en su interior. Las madrugadas insomnes, la bebida con amigos, las discusiones eternas, los ceniceros agraviados y el viento en la cara les mostrarán la senda. La lluvia, el frío, el calor, los aromas, todo forma parte del aprendizaje y luego… está el amor. Conocerán muchas mujeres, amarán a algunas, muy pocas y estarán con otras tan solo para recordarlas. Recibirán y provocarán heridas pero el amor los formará, les ampliará el vocabulario, el vuelo poético, la sensibilidad y ese atávico destino de hombre les llenará el alma. Cuando todo esto suceda y ustedes noten que mirando las nieves eternas se les cierra la garganta y que el verde del mar les produce lágrimas es que la hora se acerca. Si el olor de la tierra mojada les atiza la memoria de otros parajes. Si al observar el dolor ajeno lo sienten como propio. Si la injusticia crispa vuestras fibras. Si la felicidad los colma de tal manera que sienten dolor y si el dolor se convierte en su amigo, entonces podrán intentarlo. Ese día arracimarán algunas palabras. Las guardarán en sus bolsillos. De tanto en tanto las degustarán, las palparán. Alterarán su orden, su significado. Las modelarán trabajando con buril y cincel, como un paciente escultor, y de tanto en tanto arrojarán toneladas de piedra al mar. Desecharán delirios y claudicarán. Tendrán períodos en blanco. La inspiración los abandonará y luego, pacientemente, recomenzarán. Se perderán en largos textos descriptivos queriendo plasmar en la hoja en blanco todas sus vivencias y sus conocimientos luego, algo mas viejos, humildes y sabios, intentarán frases mas cortas, economías de recursos, comparaciones mas creíbles y originales, palabras certeras y contundentes. Experimentarán la síntesis, lo conciso, lo breve, buscarán su estilo y, una vez hallado, nadarán cómodos sabedores de sus posibilidades en busca de sus límites, pero no los hay. La última frontera es su voluntad. No deben cejar, persistan. No se rindan. Pasen madrugadas con los ojos ardientes y el estómago revuelto, traten de sacar a la superficie todo el sentimiento, la emoción y las penas. Lo que no se escribe se pudre adentro. Junten algunos papeles, los más valiosos, desdeñen el resto. No importa si nadie los lee, escribirán para sí mismos. Para preguntarse sin obtener respuestas, para responderse lo que aún no se preguntaron... entonces el viejo - rostro arrugado, ojos de pena - para concluir, agregó… cuando todo eso les pase y los años, como un aluvión de sensaciones, se les vengan encima comprenderán que ya no tiene sentido nada, que todo es igual a como fue siempre, que el silencio a veces es mas valioso, entonces, el momento les habrá llegado y serán escritores o tal vez poetas.

Se puso de pié, los muchachos lo miraron con ojos de veneración. El viejo - tos eterna, pantalones raídos - encendió otro cigarrillo, dio unos pasos hacia la puerta y como recordando algo, se volvió y les dijo:

- Es más simple de lo que parece. Un escritor ya lo dijo: “el hombre es un animal que cuenta”. Vivan libremente, sin ataduras, lo demás viene solo. Se escribe lo que se vive.

Luego se marchó – suelas gastadas, espalda encorvada, mirada vigilante - sin importarle a dónde lo llevaban sus pasos. El silencio que lo acompañó, el reverente silencio del bar, fue su mejor homenaje.

Héctor Vico



* Inspirado en el cuento “Cátedra de poesía en el barrio latino” de Juan Filloy